domingo, 30 de septiembre de 2012
Agonía.
El mar se cuelga de mis pestañas y me arrastra. Tan sólo una mínima brisa me va a hacer caer. Me estremezco tumbada en mi cama. Esa cama que ahora me parece tan abismal, tan grande que no puedo divisar el final de mi tormento. Las sábanas se entrelazan con mis piernas y me asfixian, me atrapan. No puedo escapar. El suave crujir de la madera añeja del suelo retumba sobre mis oídos doloridos que han tenido que escuchar tu voz. Esa voz que antes me moría por oír y ahora se clava en mi cuerpo como miles de agujas sin ningún reparo en dañarme. Y sangro, sangro de dolor y sufrimiento. De lamento y agonía. Del recuerdo de ese escalofrío que me recorría la espalada cuando tus cálidos labios rozaban mi gélida piel. Y me siento vacía. Vacía y muerta. Porque te lo has llevado todo con un pequeño chasquido de esos dedos. Dedos que antes recorrían mi cuerpo y sabían protegerme en los peores momentos. Pero ahora no están. Han desaparecido. Han huido detrás de tu despedida y ese pequeño portazo y me han dejado aquí, en la cama, rota en miles de pedazos. Trozos tan pequeños que se esconden por las pequeñas rendijas que deja la luz al entrar. Tan sumamente frágiles que han desaparecido y se han ido detrás de tu olor a orgullo. Ese orgullo que ha pasado como un torbellino por mi mundo y me ha dejado agonizando y apestando a amargar tristeza.
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