martes, 15 de octubre de 2013

Confesiones.

Hoy te quiero confesar que ya rompí las cadenas, que a pesar de que tu olor siga latiendo debajo de mi piel y tus aliento siga clavado detrás de mi oreja ya no voy a sufrir más. Ya me cansé de llorar, me cansé de tus indecisiones, de nuestros nombres a medias y de nuestros besos sin nombre. No hace falta que digas nada, ni siquiera espero que levantes la cabeza para ver cómo me voy. No tendrías valor para dejarme marchar porque en esta relación sin nombre ni sentido el tira y afloja que mantenía nuestro equilibrio se rompió con tus secretos.

No fueron suficientes tus susurros al oído ni tus dedos en mi espalda porque el abismo que se abría entre nuestros dos cuerpos, aún estando en la misma cama, era demasiado profundo. Si miraba hacia abajo sentía vértigo y buscaba tu mano para que no me dejaras caer pero ya nunca estabas presente. 
Esos cafés por la mañana ya no eran tan calientes y los besos que me dabas no parecía el presente, sabían a recuerdo. A recuerdos dolorosos por ser los más felices. 

Así, dejo que el aroma de mi cuerpo se marche por el balcón desprendiéndose lentamente de mi pelo. Ese pelo del que antes sólo te colgabas tú y tus deseos. Ese deseo que ahora solamente lo encontramos si miras debajo de la cama, entre polvo y madera trabajada. 

Esta mañana triste de invierno me despido de ti con una nota al lado de tu almohada, un beso en la frente y una caricia en la mejilla. Te dejo el café preparado porque sé como te gusta ese olor recién levantado. Me enfundo las botas, el abrigo y una sonrisa triste. Y así, sabiendo que te quise, comprendiendo que no te volveré a ver, cierro la puerta lentamente y poco a poco dejo que mi recuerdo se venga conmigo. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

Sin grandes títulos.

Una noche cerrada y fría, una de esas en las que ni siquiera la luz de la luna ilumina el inerte asfalto. Una bolsa de plástico se deja elevar por el gélido aire de invierno, ese que te cala hasta los huesos. Tiene ese movimiento lento, fluido de aquellas cosas que no sienten, que simplemente se dejan llevar. Pero, entonces, se para. 

En medio de esta calle sombría se distinguen unas sombras, aquellas que han parado el movimiento dulce que aquel trozo de plástico. Sus pasos son pesados, como si llevara todo el peso de la vida encima de los hombros. Unos pasos vestidos con unos zapatos descoloridos y cubiertos de desesperación. Parecen los andares de una persona mayor, una de esas en las que se puede leer la sabiduría en sus ojos y sentir el trabajo en el tacto de sus manos. Sin embargo, es una persona joven aunque la edad es tan relativa que es difícil de determinar. Se podría decir que no es una persona mayor pero la vejez de su alma se nota en sus raídas ropas empapadas de tristeza. Los hombros caídos, la mirada vacía y, si no fuera por ese vejo traje, juraría que se podrían contar cada uno de sus huesos.

De repente unos pasos ligeros se oyen al final de la calle. Desde el otro extremo ya se puede sentir la alegría, la esperanza, la felicidad. Se acercan corriendo hasta la figura del hombre desgastado y a la luz de la farola se le ve. Un niño pequeño, con el rostro sucio pero aún así con ese halo de esperanza que todos los niños llevan encima. Con una sonrisa enmarcando esa frágil inocencia. 

Entonces sucede. Unos minutos de silencio, un silencio pesado y cortante. El niño mira al hombre, sin embargo este parece no querer observarle. Poco a poco toda su desesperación se acumula en su mirada y forma un pequeño lago de tristeza. Y así, convirtiéndose el niño en hombre y el hombre en niño, la mano de la esperanza recoge a un hombre destruido en su mano diminuta y le dice:
- Tranquilo, papá, que seguro que esta noche encontramos un sitio mejor donde dormir.