Estoy entre la suave hierba y a un dedo de descubrir cuál es el olor de las nubes. No sé cómo expresarlo, estoy en tierra de nadie, no siento ni frío ni calor, simplemente: no siento nada. Y es que después de tantos golpes llega un momento que te vuelves inmune al dolor, que crees que nada te puede afectar ya, que no te pueden hacer más, daño, que, incluso, no puedes sentir ni una pizca de alegría. Eso es lo que crees... y por eso mismo es por lo que estás más equivocada, porque aunque estés hundida llegará un momento en el que vuelvas a resurgir de tus cenizas, como los niños cuando aprender a andar, se caen pero se levantan rápidamente para volver a intentarlo, inconscientemente. Nosotros, aunque seamos ya grandes, aunque nos consideremos muy adultos y maduros, somos exactamente iguales. Siempre nos caeremos pero las mismas veces nos tocará levantarnos y volver a caminar, por lo menos a intentarlo, y tropezaremos miles de veces en la misma piedra. Esa piedra que cuando amos a tropezar con ella no nos damos cuenta que está allí, incluso vamos hacia ella, queremos sufrir, queremos darnos cuenta nosotros mismos de que nos estamos equivocando aunque te lo esté diciendo todo el mundo. Esa piedra que después de haberla pasado, de haberte tropezado y, prácticamente, haberte abierto la cabeza y roto el corazón con ella nos damos cuenta de que era más grande de lo que creíamos, que es prácticamente una montaña. Y es entonces cuando vuelves a sonreír y miras de reojo al pasado.
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